La mayor matanza criminal de la que Balcarce tenga memoria

02/06/2022

Créditos: Fernando del Río (Diario La Capital)

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Sobre la mesa de la oficina, porque el almacén de los Casado tenía oficina en la trastienda, estaba abierto el libro de anotaciones. En el folio 97 figuraba la deuda de 259,98 pesos y a un costado la inicial del nombre y el apellido del deudor, al que muchos conocían por su apodo: “El Sordo”. Junto al libro, también con manchas de sangre en su vidrio empañado por el frío del refrigerador, una botella de Coca Cola sin abrir. Los policías de Balcarce, desacostumbrados a semejantes atrocidades como las que acababan de ver, no repararon demasiado en esos detalles. Todavía no lograban comprender aquella matanza para distinguir que en esa escena del libro y la botella estaba el origen de todo.

Pasado el mediodía del domingo 13 de febrero de 1994 el centro de Balcarce se corrió de repente hacia lo de los Casado. La ciudad entera se posó sobre el viejo almacén de la ruta 55, ubicado más allá del cruce con la 226 y emplazado en un sector semi rural, rodeado de quintas, de algunas pocas viviendas y de un criadero de visones. Los rumores se derramaron -como la sangre- por la asombrada comunidad cuyos miembros sacudían la cabeza como quien se espabila de un golpe para recobrar los sentidos.  “¿Cómo que asesinaron a los Casado?… si son más buenos que la leche”, acertó a decir un incrédulo. Pero era cierto, aunque no del todo preciso. No habían asesinado a los Casado, sino a dos de ellos, a Ángel y a su hermana Raquel. A Emilia la habían dejado moribunda, como también al vecino Ernesto Ledesma, un ex policía que había llegado en auxilio por pedido de la última de las hermanas, Inés, la única ilesa del demencial ataque.

Recién esposado estaba “El Sordo”, un hombre de 47 años que le admitía a la policía que había matado a Ledesma a martillazos en defensa propia, pero que él no tenía nada que ver con las otras víctimas, también atacadas con un martillo y una maza. “Yo no fui, yo no fui”, decía “El Sordo”, mientras con sus mano ensangrentada se acomodaba el audífono de su oreja izquierda. Inés Casado, en cambio, gritaba a los policías otra verdad: “¡fue él, fue él!”.

La escena en el viejo almacén aumentó en angustia y dramatismo con la llegada de vecinos, de más policías, de los parientes de “El Sordo” pero en especial de la mujer de Ledesma. “Pobre Ernesto, nunca me lo voy a perdonar”, alcanzó a decirle Inés en una media voz desgarradora. Mientras tanto, en el depósito y en la trastienda se intentaba socorrer al ex policía Ledesma y a Emilia, quienes severamente heridos iniciaban el inexorable tránsito hacia la muerte.

Balcarce asistía aquella tarde calurosa de verano a la peor de sus tragedias derivadas de un hecho criminal. Jamás podría haber imaginado cualquier balcarceño que cuatro ciudadanos honestos y responsables, dos de ellos en ese mismo momento y otros dos tras una agonía de una semana, acabarían sus vidas en manos de un rapto de violencia asesina sin precedentes. Nada de eso tenía explicación, pero sí, un trasfondo. Una historia. Y habría de tener un también futuro.

Dos orígenes diferentes

La familia de los hermanos Casado era tan tradicional en Balcarce y su almacén tan conocido que, a modo de gracia, solía decirse que el cruce de las rutas 226 y 55 quedaba a “300 metros de lo de los Casado” y no viceversa.

Ángel Casado tenía 62 años y era el único hermano varón. Emilia tenía 74, Raquel contaba por entonces con 69 e Inés sumaba 67 años. Habían tenido otras dos hermanas, María del Carmen (que acababa de morir en Mar del Plata) y Encarnación, las únicas capaces de romper el cerco familiar, casarse y tener hijos. El padre de todos ellos había fundado el almacén del kilómetro 63.500 en la década del 30 y también había tenido campos y hasta una cantera.

Los hermanos profesaban una inclaudicable fe católica y eran activos ciudadanos de Balcarce. Ángel participaba en el Partido Demócrata Conservador (también en el club Sportivo Balcarce), Emilia e Inés eran destacadas docentes que alcanzaron reconocimiento académico al ocupar cargos de directoras. Ellos, junto con Raquel, habían quedado solteros, sin hijos. Convivían en la casa levantada junto al almacén.

Atesoraban entre los cuatro conocimientos, erudición, compromiso social y religiosidad tanto como un resistente amor fraternal y, ya en tiempos de retiro, mantenían más como una costumbre que como un negocio, el almacén de ramos generales. La llegada de los supermercados en los ’90 había acentuado la fatiga de los años y disminuido cualquier intento de revitalización. Así y todo, seguían dando servicio a los vecinos, a algunos de los cuales incluso atendían los días domingo “por el costadito”.

Ernesto Ledesma tenía 50 años y provenía de la ciudad de Baradero. Había sido policía hasta enero de 1992, después de una carrera que lo destacó como motorista y policía caminero. Tras casarse y formar una familia (por entonces con hijos de 3 y 8 años) se había afincado en una quinta próxima al almacén El Regreso y se había ganado el respeto de los Casado. Si lo necesitaban, el ahí estaba. Como estuvo el fatídico 13 de febrero.

La historia de “El Sordo” era bien distinta. Nacido en La Banda, del otro lado del Río Dulce, había crecido entre los rigores santiagueños, esos que quitan cualquier posibilidad de formación porque no hay tiempo más que para trabajar. Mucho menos cuando se es padre por primera vez a los 20 y por séptima a los 37. Su propia vida era su propia tragedia. Apenas escribía y leía, no salía del círculo de trabajos mal remunerados y se había ido a Balcarce a intentar salir adelante aunque no lo conseguía. Para agravar las cosas, en 1991, su esposa y madre de los siete hijos moría a causa de una fulminante enfermedad. Encima de todo eso, desde los 20 años padecía una sordera casi total, apenas socorrida por un audífono en mal funcionamiento que producía una interferencia fastidiosa.

“El Sordo” trabajaba en un criadero de visones a poca distancia del almacén de los Casados, pero vivía con sus hijos en una precaria casilla del otro lado de la ciudad. Su labor consistía en realizar distintas faenas a cambio de 400 pesos mensuales, muy poco para poder atender las necesidades en su hogar, aunque el más grande de sus hijos trabaja con él también en el criadero.

Al margen de los rasgos de personalidad y carácter distinguibles, tanto las víctimas como “El Sordo” tenían algo en común: no eran personas conflictivas.  A unos se les conocían sus buenas acciones y al otro, al menos, se le desconocían las malas.

Así luce hoy la fachada del almacén donde ocurrió el sangriento episodio.

La deuda y el cobro

En la mañana del 13 de febrero, el patrón le había pedido a “El Sordo” que recorriera los campos cercanos en busca de comida para los visones. Unos 30 kilos se necesitaban. “El Sordo” salió del criadero en el ciclomotor que se había comprado unos días antes. Nada del otro mundo, un ciclomotor usado. A Don Ángel Casado no le había caído bien que “El Sordo” en lugar de pagar la deuda anduviera comprándose una moto y por eso le pidió un par de veces que se pusiera al día con la cuenta. Un ferretero de la zona había desistido de cobrarle al “El Sordo” otra deuda, de 70 pesos. “Despacito y a lo maula, pero la voy a pagar”, le respondió el deudor y el ferretero, intimidado, la reconoció perdida en ese mismo instante.

Cuando “El Sordo” pasó esa mañana frente al almacén, Don Ángel le insistió. “Ahora veo Don Ángel si mi patrón me da unos pesos y vengo a pagar. Prepareme una Coca”, le respondió “El Sordo” y siguió su camino.

Un rato después, a las 13.40, cuando el sol caía más recto y pesado que nunca sobre Balcarce, “El Sordo” dejó el ciclomotor en el criadero y cruzó hacia el almacén de los Casado. Aunque ya las persianas estaban bajas y las puertas cerradas, “El Sordo” recordó que en algunas ocasiones lo atendían por un costado o por los fondos. Al menos eso fue lo que diría más tarde.

Nadie fue testigo de lo sucedido, pero la secuencia se la pudo reconstruir. Los cuatro hermanos Casado habían terminado de almorzar y aun los platos estaban sobre la mesa. Inés tuvo la necesidad de ir al baño, mientras que Raquel y Emilia se quedaron en la casa. Don Ángel pudo haber recibido o pudo haberse visto sorprendido por la aparición de “El Sordo”, da igual. Lo que está claro es que Don Ángel al encontrarse con “El Sordo” en la oficina le mostró la deuda en el cuaderno de anotaciones mientras ponía la botella de Coca Cola a un costado. Tal vez entonces se inició la discusión ante una nueva negativa de “El Sordo” a pagar y Don Ángel se fue tras el mostrador. Allí en ese sitio donde el piso estaba gastado de tanto ir y venir, el menor de los Casado sufrió cuatro golpes de maza en la cabeza que le causaron la muerte en segundos. La maza fue dejada en el piso por el asesino, parada.

Luego, munido de otro martillo algo más pequeño se dirigió a la oficina y allí atacó a las dos hermanas, Emilia y Raquel, con consecuencias disímiles. A Raquel la mató en el momento, Emilia quedó seriamente lesionada. Ambas también recibieron golpes solo en la cabeza y en el rostro. Las salpicaduras de sangre se esparcieron por todas partes, incluso arriba del libro de anotaciones y de la botella de Coca Cola.

Los gritos y ruidos alertaron a Inés, quien salió del baño, atravesó una habitación, luego otra y al asomarse por la puerta vio a “El Sordo” agachado ante sus dos hermanas. Desesperada, aunque en absoluto sigilo, regresó a la casa en busca del teléfono y llamó a su vecino Ledesma. Él siempre iba a estar para ayudar.

“Querida, decile a tu marido que adentro de mi casa hay un loco”, escuchó la mujer de Ledesma y le pasó el teléfono.

“Tranquila Inés, corte, llamó a la policía y voy”, respondió el hombre.

Inés Casado no quiso volver a mirar que sucedía en la trastienda y esperó en silencio los cinco minutos que demoró el expolicía Ledesma en llegar. Le abrió la puerta de la casa y lo llevó, habitación por habitación, a enfrentarse con el intruso.

Ledesma y “El Sordo” se conocían. Cómo no habrían de conocerse si se veían casi todos los días.

—¡Qué hiciste!  —dijo más en un tono afirmativo que de pregunta.

—Yo llegué y estaban así…—respondió “El Sordo” al lado de las dos mujeres caídas.

—¡No, él las golpeó! —lo desmintió Inés.

Ledesma hizo lo que tenía que hacer: apuntó a “El Sordo” con su revólver calibre 32 y le pidió que levantara los brazos. La situación parecía bajo control porque era solo una cuestión de segundos la llegada de la policía. Inés Casado, una educadora, religiosa, mujer de familia, no soportó aquella escena y los dejó solos. Pero apenas hizo unos pasos hacia el interior de la habitación escuchó gritos, golpes, cosas que se caían al piso. Y quejidos de dolor. Tuvo miedo porque lo único que no escuchó fue un disparo.

Inés estaba enferma. Padecía un cáncer terminal y se sentía débil. Sin embargo, tuvo fuerza y coraje para sobrellevar la certeza de que el que podía salvar su vida había sido dominado. Entonces se escondió detrás de un sillón para evitar que “El Sordo” viniera por ella. Con las manos tapando sus ojos, probablemente se encomendó a su dios. Advirtió que la puerta de la habitación se abría y que alguien rondaba por allí. Pero su dios, tan desaprensivo con el resto, a ella la protegió, porque “El Sordo” se fue hacia el almacén tras su infructuosa búsqueda.

Segundos o minutos más tarde (vaya a saberse) la policía golpeó la puerta trasera y ella corrió en su ayuda. Esta vez, “El Sordo” no se resistió, entregó el arma que le había quitado a Ledesma y arrojó al piso el mango de la maza.

Plano pericial en el que se observa la distribución de la casa, y el sitio en el que quedaron los cuerpos.

Un proceso, una condena

La escena del crimen era devastadora. Don Ángel muerto junto al mostrador, con una maza parada a su lado. Raquel y Emilia atacadas en la trastienda, con otro martillo en el piso. El ex policía Ledesma agonizando en el depósito, con el hierro de la maza caído entre unas cajas.

“El Sordo” dijo siempre que él no había atacado a los hermanos Casado, pero como Ledesma lo acusaba y lo amenazaba con un arma se defendió.

El juez José Martinelli intervino junto a la fiscal Susana Kluka y tuvieron que avanzar sobre un caso, a primera vista, resuelto y que comenzó como un doble homicidio y lesiones graves, pero que con las muertes de Emilia (el 20 de febrero) y Ledesma (el 22) se transformó en un cuádruple asesinato.

Lo primordial era saber si “El Sordo” decía la verdad. ¿Podía no haber sido él el matador de los hermanos Casado? ¿Podía haber sufrido un brote psiquiátrico que lo impulsó a matarlos pero, con la mente nublada, no entender lo que le reprochaba luego Ledesma y que por eso, legitimado por la autodefensa, lo mató? El informe psiquiátrico, una joya sintáctica y conceptual, del perito Guillermo Moreira, descartó cualquier tipo de alteración mental que pudiera haberle afectado la comprensión de la criminalidad de los actos de “El Sordo”. Sí, en tanto, conjeturó sobre un sentimiento de frustración por la imposibilidad de resolver un conflicto y destacó la desproporción en la magnitud de la respuesta.

Tanto la fiscal como el juez le atribuyeron los cuatro asesinados a “El Sordo” por la fuerza del relato de Inés, por el mismo modus operandi en el ataque a cada una de las víctimas y porque había un móvil: la deuda.

Inés no pudo ni con su salud ni con el dolor. Solo un mes después de la barbarie, murió. Pero gracias a su declaración logró encausar un debate jurídico que podría haber tenido alguna complicación.

Tras la acusación de la fiscal Kluka, el 3 de julio de 1995 la sala tercera de la Cámara de Apelación, compuesta por Daniel Laborde, René Fissore y Carlos Haller, inició el juicio en Mar del Plata. La defensora Cecilia Boeri solicitó la absolución de “El Sordo” por no estar probado los crímenes de los hermanos Casado y por ser en defensa legítima el de Ledesma.

“El Sordo” se negó al ofrecimiento de los camaristas de decir sus últimas palabras durante el debate y el 7 de julio se dictó el veredicto y sentencia. La fiscal había pedido la prisión perpetua, pero la pena fue de 25 años de prisión al desestimarse las circunstancias de un homicidio criminis causa en el hecho que tuvo a Ledesma como víctima.

“El Sordo” siguió preso demostrando una conducta ejemplar, tan así que, por ejemplo, ante el fallecimiento de una hija le permitieron ir al velorio.

Por aquellos años imperaba la ley del 2×1, una normativa que permitía computar doble el tiempo transcurrido en prisión preventiva o sin sentencia firme. Debido a que el fallo de la Cámara fue apelado y que por razones técnicas no ingresó en Casación hasta el año 2000, los tiempos de “El Sordo” en prisión fueron con el estatus de una prisión preventiva. En 2002 aún no se había resuelto una nueva apelación y en junio de 2003 la defensoría oficial, impulsora de todos los intentos de “El Sordo” para que revieran su condena, pidió la excarcelación.

La Justicia de Mar del Plata no tuvo más opción que computar los 9 años de prisión como 16 y 8 meses, y entonces excarceló el 19 de noviembre de 2003 a “El Sordo”. Le impuso normas de conducta y un tratamiento psiquiátrico.

Encarnación, la única hermana Casado que quedó con vida (su hijo Jorge Crovetto fue el abogado durante todo el proceso judicial), autorizó la venta de la casa y el almacén de ruta 55. Tras un par de cambio de manos, el lugar fue adquirido por la empresa Gento SA, que decidió preservar la histórica construcción. Aún hoy se la ve con sus rojizos ladrillos, sus ventanas y su puerta en chaflán.

“El Sordo” vive en Balcarce.

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